Cuando tenía dieciocho o diecinueve años, mientras estudiaba Química, decidí, no recuerdo por qué, no recuerdo cómo, participar en un voluntariado en el Hospital materno infantil Virgen de las Nieves de Granada. Allí descubrí que lo mío era trabajar con personas, no con disoluciones químicas y sobre todo, no con las que dieran los mayores beneficios a menor coste. Ahí me planteé finalmente cruzar 1000 kilómetros para hacer Terapia Ocupacional.
Durante un tiempo estuve en diferentes plantas del hospital, y al final acabé en oncología. Era un voluntariado duro, uno de esos que te hace tambalear la fe si es que la tienes. O mejor dicho, como diría Robert Anton Wilson, te hace creer en lo que decidas creer. Allí entendí el valor de la esperanza, no la de la trampa del marketing y la superchería, sino la de verdad, la de proyectarse en un futuro inmediato. La que hacía, como contaba el gran DeLillo, a los pilotos pintar las pin-ups en los morros de los aviones.
Entonces un día conocí a J., un chaval de 12 años con un tumor cerebral que, entre otras cosas, le causaba ceguera. Jugábamos al ajedrez y, aunque ya no podía ver las piezas, si le decías dónde estaban, te ponía perfectamente en jaque. Pasamos muchas horas juntos, también con sus padres. Y nos reímos mucho, a pesar de la quimio, el confinamiento y el dolor. Hasta que llegó ese día en que J. murió.
Y dolió mucho. Nunca antes me había preocupado así por alguien más allá de la familia. Recuerdo plantearme la Vida y la vida, desde la rabia. Supongo que es normal: la necesidad de encontrar culpables siempre es perentoria. A veces, no nos queda mucho más, sobre todo cuando hablamos de alguien tan joven y piensas en todo lo que le quedaba por hacer. Después de días de luchar contra mi propia fe, lógica y cabeza, al final decidí que aprovecharía las oportunidades vitales, brindando por J., viviendo mientras pudiese por él. Así conocí en aquella época a muchas personas, me atreví a muchas cosas. Disfruté, ahora puedo decirlo. A mi manera creo que honré a J., dedicándole en secreto muchos de mis momentos inolvidables.
Hoy, veinte años después, esta misma mañana, ha fallecido L.
Ahora mi rol es diferente, trabajo como terapeuta ocupacional en asistencia domiciliaria, y he estado en su hogar, con ella, con su familia. Después de una nueva mala época, donde el tumor le había dejado nuevas secuelas, intentábamos encontrar juntos razones para continuar, y creo que las empezábamos a ver, pero no nos ha dado tiempo a seguir adelante. A la vuelta de las vacaciones de verano, las malas noticias nos han llevado hasta aquí, hasta las seis de la madrugada del 6 de noviembre de 2018.
Pero antes de esta fecha, pude conocer un poco la vida de L. Me contó de su pasado, siempre viviendo a la sombra del tumor desde bien temprano, me habló de las dificultades en el colegio y en el trabajo, de las amistades reducidas, de los límites. Y lo sabía, y sufría por ello, pero decía que terminó acostumbrándose y ahora vivía en un presente continuo cuya meta era, sobre todo, volver a andar. Perder el miedo a caerse a causa de la marcha atáxica, superar ese quiero y no puedo, entender cómo podía controlar un cuerpo que cada vez era más complejo. Comprender qué podemos hacer con la voluntad, cuando el cuerpo se convierte en lo extraño, en algo en lo que cuesta confiar.
También quería que ayudásemos a su madre a no preocuparse, a descansar. A estar todos un poco mejor.
A L. se le amaba, se le ama, lo podías ver rápido, en cada tacto, en cada mirada. Su madre, su padre, han estado conviviendo también con ese tigre silencioso, como le llama Olivia Rueda y han tenido la fuerza suficiente para tirar adelante, pagando un precio, por supuesto. Han buscado ayuda y no ha sido nada fácil: el daño cerebral es uno de los grandes olvidados, porque necesita recursos, preparación y, sobre todo, tiempo. Porque nos recuerda de una manera devastadora que nuestra atención social y sanitaria no puede estar al margen de los modelos de atención centrada en la persona. No, si quiere ser realmente útil y no solo un caballo de batalla de políticas económicas sin escrúpulos.
Las personas con daño cerebral y sus familias necesitan que, como profesionales, sepamos comprometernos en asumir responsabilidades en una situación extremadamente compleja, tan orgánica como social, tan económica como política, tan cognitiva como emocional. Esto sin duda es corolario para todas las situaciones de asistencia, pero ahora estoy hablando de L., y lo mínimo que le debo es recordar que, a pesar de que hayan situaciones médicas insalvables por las que alguien ya no puede continuar, acompañar a esa persona, a su familia, proveer de posibles soluciones realistas a las pequeñas grandes necesidades que rodean al tigre, cuidar la manera de hacerlo, es nuestra obligación ética.
Para terminar, L., te quiero dar las gracias. Por lo que he aprendido junto a ti, por lo que me has enseñado acerca de la voluntad y el cariño. De la importancia del contacto y la honradez en el asalto. No sabes cuánto lamento no seguir escuchándote. No sabes cuánto lo siento, también por tus padres. Esta es mi manera de decírtelo. Con ellos seguiré trabajando, al menos un día más. A ti, sólo puedo ofrecerte, desde el mayor de los respetos, mi trabajo. Mi profesión y mis palabras. Seguiremos adelante por ti, en tu honor, en tu recuerdo.
Estimada L., descansa en paz.
Gracias Marco. Me conmueve tu texto, tanta realidad, tanta verdad… Y qué afortunado todas aquellas personas que te tienen cerca.
Gracias a ti por leer, Marta. Sin duda el afortunado siempre soy yo, y el aprendiz. Intento responsabilizarme de mi papel y espero que eso tenga algún efecto. Por lo que veo, si has llegado hasta aquí, en algo ayuda. 🙂 Un abrazo!
Hola Marco.Recordo perfectament quan feies primer de TO i vas explicar que venies de químiques!! La diversitat de perfils d’estudiants sempre ha estat present a TO però aportaves una il.lusió i maduresa que perduren.Tot el teu recorregut en la teràpia ocupacional en àmbits diversos veig que ha permès la mateixa maduresa personal.Desitjo que aquesta honestetat i il.lusió que transmets amb una professionalitat impecable continui tant a nivell de la pràctica clínica com a nivell acadèmic,a través del doctorat. Segur que és el millor homenatje a L i J i tants altres.Molta sort!
Gràcies a tu per les teves paraules. Sens dubte, aquesta és una nova etapa que espero pugui aportar un significat més enllà de allò personal a la meva professió. Al cap i a la fi, el que resta sempre és això: la narració de les persones que tens la sort d’acompanyar, la seva petjada. Aquesta transmisió de veritat i coneixement. Espero estar a la alçada. De nou, gràcies per llegir. Una abraçada (siguis qui siguis, estimat/de anònim!)