El niño crea con sus manos un universo inalcanzable para el adulto, demasiado cercano, demasiado oscuro. Demasiado poético. Por eso el gigante convierte a los niños en su propiedad, huyendo hacia dentro: desde el miedo desmesurado al recuerdo de lo que fueron aquellas horas, aquel viaje atemporal en que el peso de la atmósfera descargaba sobre los materiales.
La necesidad de control, de cosificación del niño, responde a la urgencia de estabilización de una mente -la adulta- generalmente aterrada por el vacío de la creación. El gigante está instaurado en un bisturí disfrazado de confort, consorte de la repetición, la inmovilidad y el desgarro del aburrimiento.
Para los niños, jugar es una razón de ser. La imposibilidad de jugar en el principio, como dioses, creando desde el vacío, alumbra un futuro terrible. La imposibilidad de continuar el juego después, cuando crecen los huesos, los órganos y la queja, augura un futuro asumible, pero desgraciado. Un continuar sin narración, sin la posibilidad de desencadenamiento autónomo del propio acontecer.
El acto creativo propio -no sólo su observación- construye la posibilidad de una nueva instancia de renuncia y una nueva exposición a las perturbaciones. Una rama más. Un fractal. El establecimiento de conexiones con el entorno y con el entramado interno. Jugar, crear: un nuevo grano de arena, o una tonelada, en el pozo. Ese pozo que devora su propia luz desde el principio de los tiempos.
Acompañar a la sombra. Cuando jugar no daba miedo. Jugar, los niños lo saben, siempre es una cuestión de contrarios que se aman tanto como mayor es su odio. Es pura dinámica en la que las cosas suceden.
Y ahí está la presencia. Más allá del deseo particular, la mirada del otro aparece como la posibilidad del eco desconocido.
El proceso genuino de creación artística es la honrosa continuación del juego del niño. Es el placer del control, la sorpresa y el movimiento. Es ejercer la narrativa propia como elección descriptiva y perceptual, activando un proceso de descubrimiento que requerirá esfuerzo, sufrimiento y energía, como todo lo que importa realmente.
El miedo a lo impredecible es una enfermedad que viene con la madurez, el reverso podrido de la investigación creadora. Ese miedo es el precio que hay que pagar por eludir ingenuamente al caos, convirtiéndonos en el cordero que ya somos. Sin embargo, en el juego del niño el desorden es abrazado dentro de la regla, es la aceptación incondicional de la esencia humana: la reconversión permanente del error. La introducción sagaz del imprevisto, su doma y asimilación.
No va mal, de vez en cuando, recordar cuánto de bello y siniestro hay en el juego infantil. Cómo se alimenta de verdad propia, quizá la única que puede recibir ese nombre en medio de la relatividad inherente a la realidad. Y recordar porqué tenemos miedo de los niños. Qué será lo que nos hacen recordar. Qué lección nos están dando.
Fotografías de Mind Game, de Julie Blackmon. Página oficial aquí