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La masa roja. La masa blanca. La masa negra. La masa gris de la noche que es la madre de los engendros y las partículas indivisibles. La masa y los flecos que son las tibias y pies –calcetines tejido posthumano- que conforman el núcleo de un solo ser con múltiples cabezas y cada una de ellas alimentándose a raíz de su propio estar aquí, ahora, no alumbrando sino punzando el instante con sus deliciosos estiletes, a paso de hidra y sed de condenados. La necesidad, abierta de piernas en hilera de dientes del mastodonte. Tres multitudes, la de las sombras, la de la luz y la de ese pastiche intermedio que es lo humano, escondite de la muerte y el fuego.
Alguien que señala es el espectador. Y como tal, no tiene derecho a la muerte, porque es un ser-en-mirada y lo que mira no puede desaparecer. No hay posteridad más allá del dedo que señala. Pero los demás, los espectadores que portan las cabezas de los fuegos ancestrales, esos, están llamados a morir ahora, ya lo hicieron mientras encendían los universos mínimos aquí, por las enmiendas de lo que se muestra. Por no desfallecer.
Rasgar el lienzo con el instante rojo de la luz. Con una sonrisa invertida que salpica el rostro de quien mira. Abrir el estómago de la ballena. De la masa blanca al exterior, la papilla humana golpea con la luz.
Mirar durante siglos y no haber visto nada, encontrar un pozo límite, una desgraciada suerte. Ver pasar a los muertos por el túnel del agujero de gusano en que se convierte cada mañana ese pedazo de ciudad. Se repite hasta la saciedad, hasta decir basta.
Cortar ese dedo espectador para volver a comenzar. Comérselo. Regurgitar y dar de comer a los cachorros.
Trazar a tientas el próximo paso de la evolución.
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